Hablar de la corrupción implica adentrarse en zonas bastas y complejas. Es referido a un asunto de conducta que traspasa el orden de lo legal. En México los ciudadanos tenemos una percepción bastante significativa sobre la presencia de este fenómeno y ocupamos el lugar 100 de casi 200 naciones calificadas. Coincidentemente los países nórdicos, además de Nueva Zelanda y Singapur ocupan las primeras posiciones.
No es una cuestión de raza o etnia, credo, posición social o ubicación geográfica. Está más bien vinculada a la costumbre, idiosincrasia, cultura y un entorno favorable desde la óptica jurídica y del establecimiento de un estado de derecho; donde este mal encuentra un nicho propicio para su reproducción.
Un claro ejemplo es cuando viajamos a los Estados Unidos. Apenas comenzamos a cruzar el puente y la metamorfosis hace presa de nosotros. Nos ponemos el cinturón de seguridad, nos sentamos derechos, la basura la ponemos en la bolsa, tiramos el chicle. Para cuando llegamos frente al gendarme ya somos otros.
Ya en suelo norteamericano no se diga. Cruzamos por las esquinas, nos estacionamos correctamente, no rebasamos el límite de velocidad, hablamos con propiedad, no gritamos ni decimos injurias, las cosas las pedimos “por favor”. Nos convertimos en una monada de ciudadanos. ¿Por qué?
Lo que sucede es aquel entorno es propicio para el buen comportamiento. No se trata de que conozcamos sus leyes, o que tengamos una idea precisa de las sanciones a que nos haríamos acreedores en caso de cometer una falta. Percibimos, vemos y asumimos que existe un orden de por medio y no visualizamos un comportamiento generalizado que obstruya o tuerza la ley. “A donde fueres, has lo que vieres”, esa máxima la aplicamos perfectamente y pronto nos convertimos en ciudadanos dignos de vivir en sociedades de primer mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.