Los mexicanos estamos gustosos de conmemorar nuestras fiestas
patrias. Significa hacer puentes, tener días de asueto y dar rienda suelta a
nuestra capacidad festiva. Motivo suficiente para que el tequila ruede. Con
atuendos de revolucionarios y Adelita, las fechas nos permiten ir al fondo de
nuestra esencia nacional. Las calles se inundan de banderolas, reguiletes,
venta de sombreros y mostachos, barras libres y demás accesorios
para estar a tono con la pachanga.
El ícono de las celebraciones será la ESTELA DE LUZ, monumento
que más que evocar nuestra independencia, hace honor a la corrupción y la
desfachatez. En las escuelas los periódicos murales serán la constante. Las
maneras de recordar aquella gesta serán las asambleas, donde los pequeñines
darán lectura a datos relevantes sobre la “vida” de Morelos, Hidalgo, Allende. Dos
o tres bailables, niños disfrazados de los héroes que nos dieron patria y eso
sí, el motivo suficiente para salir temprano.
Las autoridades colocarán las ofrendas en los monumentos a
los niños héroes, quiénes con gallardía defendieron la nación. Uno de ellos,
con el ánimo de salvar el honor se envolvió en el lábaro patrio y se lanzo desde lo alto del castillo.
Hecho que seguramente motiva a
nuestra juventud.
Estas y otras muchas historias nos son reveladas año tras
año. Los mexicanos nos perdemos más que en hechos, en leyendas sobre las cuales
soportamos el peso de nuestro pasado.
El orgullo azteca significa hacer honor a ese pasado que es
trasmitido en las aulas sin significado alguno, sin rumbo y lo peor, alejado de
una realidad que sería necesario revelar. Ello para encontrar las causas y
origen de nuestra nación, identificar los objetivos por los cuales pelearon
nuestros antepasados y que ahora nos toca a nosotros mantener esa lucha.
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