En Las últimas semanas el deporte del balompié mexicano se
ha visto ensombrecido por brotes de violencia que parecen ir en ascenso. Pocos
estadios de nuestro país escapan a las escaramuzas de los enfrentamientos entre
los seguidores de sus respectivos equipos. El colmo llegó este fin de semana
donde en distintas ciudades se presentaron hechos violentos en alto grado.
Guadalajara, San Luis, Querétaro, Torreón, fueron escenarios
de lamentables enfrentamientos entre sus aficiones. No hay país en el mundo
donde se practique este deporte que escape a las batallas entre porras y
seguidores rivales que culmine a pedradas y golpes.
Pero más allá de dar respaldo a un equipo a base de
garrotazos, estos brotes violentos que están ocurriendo en suelo azteca obedecen
a un recrudecimiento de la violencia en que nos encontramos. El surgimiento de
grupos armados en el sur del país. Los macabros asesinatos sin piedad de
pequeñines a manos de sus padres, el miedo constante en el que vivimos y el
sentimiento de desamparo en el que nos encontramos hace presa de nosotros y los
estadios de futbol no se escapan ante esta barbarie.
Las autoridades deberán hacer frente al desenfreno de los
aficionados. Sin embargo, no hay fuerza policíaca ni
estrategia alguna que pueda contener a miles de aficionados encolerizados
pidiendo justicia, enardecidos más que por los desaciertos de sus delanteros o
las fallas arbitrales. Molestos por la falta de atención a sus demandas.
Molestos por la intolerancia, el abuso y la corrupción que cada día crece más.
Y por la falta de un acuerdo en el que la impunidad sea el enemigo a vencer.
No se trata de mitigar la violencia a partir de juego limpio
auspiciado por la FIFA, sino a que esas enseñanzas de un partido sin abusos se
den en el terreno social, político y legal.
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